Compartir en
Reseña
En el habla del hampa, la mancebía tenía muchos nombres. Llamábase indistintamente aduana, berreadero, cambio, campo de pinos, cerco, cortijo, dehesa, guanta o gualta, manfla, maflota, mesón de las ofensas, montaña, monte, piña y vulgo. Nombrábanla también guisado. Éstas son, al menos, las acepciones que admite Rodríguez Marín en su conocida edición de Rinconete y Cortadillo. Cervantes la denominaba la casa llana. «¡Oh, mesón de las ofensas!», exclamaría Quevedo. Salillas, por su parte, cita, además, casa llana y pisa. Pero también se le llamaba la cueva, el partido, el publique, el burdel o, simple y sencillamente, la casa. A las míseras casucas que las pupilas habitaban en el burdel se les llamaba boticas. De no tener menos nombres que la mancebía sólo podían ufanarse las mujeres que la poblaban. A éstas se les llamaba coimas, gayas, germanas, hurgamanderas, izas, muletas, marcas, marquisas, marañas, pelotas, rabizas, tributos y un largo larguísimo etcétera. De todos modos, cada uno tiene un nombre particular para designar estos lugares. Si todo lo referente a la carne es materia viva y siempre en ebullición, la lengua también lo es, y en todo caso, este divertimento literario es sólo una aproximación al tema.