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Reseña
EN algún lugar cuenta Chesterton la historia de aquel hombre que salió de viaje y fue tan lejos, tan lejos, que llegó a su propia casa. Si el principal motivo para viajar es la curiosidad no hay más remedio que conceder que Chesterton debió de ser un gran viajero pues fue siempre un gran curioso. Claro que a alguien de su inmensa capacidad, para conocer en toda su profundidad el mundo le bastaba acaso, como a Javier de Maistre, con hacer un viaje alrededor de su cuarto. Chesterton no fue nunca un buen turista pero sí un excelente viajero, al menos en el sentido de que nunca pudo quedarse quieto. Lo que vi en América, originariamente publicado en 1922 y ahora por primera vez traducido al castellano, es un apasionante relato de sus visiones y reflexiones de los Estados Unidos, tanto por lo que nos cuenta el autor sobre ese país, como por lo que nos cuenta de sí mismo. Desde los primeros párrafos del libro asistimos ya, asombro y maravilla, a la interminable y deslumbrante catarata de sus juegos de ingenio: «El viaje debiera combinar la diversión y la instrucción, pero lo cierto es que la mayoría de los viajeros se divierten tanto que se niegan a instruirse.» «Muchos internacionalistas modernos hablan de los hombres de distintas nacionalidades como si no tuvieran más que reunirse y mezclarse entre sí para comprenderse mutuamente. Pero en realidad ese es el momento del peligro supremo: el momento en que se reúnen. Ya podemos empezar a temblar como ante aquel viejo eufemismo que llamaba encuentros a los duelos.» Leer a Chesterton tiene mucho que ver con ser un niño y asistir una noche estrellada de verano a un espectáculo de fuegos artificiales. Cada una de sus frases y, lo que es casi lo mismo, de sus paradojas, encierra la misma fogosidad y deslumbramiento que las bengalas que ascienden hacia lo alto y estallan con estruendo en luces de mil colores. Y si son artificiales, lo son sólo en el sentido de ser verdadero arte, es decir vida, nunca en el desmayado sentido de ser meramente artificiosas. A. L.