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Reseña
A la edad en que la mayoría de los poetas decide vivir de sus hallazgos o piensan en retirarse a sus cuarteles de invierno, José Juan Tablada (México, 1871-1945) decidió quemar todas sus naves: se aproximaba a los cincuenta años cuando publicó en Caracas Un día… (1919). Nada, o casi nada, de ese pequeño gran libro se encuentra endeudado con la retórica gastada del modernismo ni con el japonismo ornamental que atravesaban su obra anterior: la mañana, la tarde, el crepúsculo y la noche de Un día… están descritos en una secuencia de poemas sintéticos, donde seres humildes y minúsculos cobran vida en la fugacidad de un brochazo. Como suele ocurrir, el libro fue recibido con entusiasmo por los jóvenes y con desconfianza por sus contemporáneos, quienes se alarmaron ante las novedades gráficas y expresivas que les proponía el más joven de los poetas mexicanos, como lo definió para siempre Octavio Paz. Sin embargo, el poeta cívico al que parecía inquietarle el andar de las muchachas por la Quinta Avenida y la intromisión del automóvil en México asomaba tímidamente detrás de esos poemas. Y esa fue su grandeza mayor. Tablada entendió que si quería «dibujarlo todo» como su maestro Okusai, debía dejar de lado la grandilocuencia y el maximalismo expresivo para asumir un camino en apariencia más modesto, pero más efectivo: el de la observación de los detalles mínimos, el de la consagración del instante. Como el peruano José María Eguren, Tablada estaba poseído por una sensibilidad que le permitía darse el lujo de desvestir de retórica todo lo observado para volverlo a mirar con los ojos de la máscara. Leer a Tablada a más de medio siglo de su muerte sigue siendo una gratísima y necesaria sorpresa. O una perturbación semejante a la que experimentaron los soldados zapatistas cuando ingresaron a su casa en Coyoacán y se dieron con una biblioteca llena de libros orientales y un cuidado jardín japonés.